“Me estoy cansando un poco de la mentira de la novela”
En su nuevo libro, el autor chileno se vale de crónicas, cuentos, textos breves y guiones cinematográficos que van retratando a un grupo de perdedores siempre insatisfechos, en busca de un lugar inalcanzable. “Siempre me sentí inmigrante en Chile, pero ahora estoy contento”, dice.
Son losers chilenos que están insatisfechos con el presente estancado, como si fuera un nuevo tiempo verbal que los define al tiempo que los acorrala. Parecen pasajeros en tránsito que buscan la vida en otra parte, porque cualquier país es mejor que Chile. En el elenco estable desfilan el joven asistente a un preuniversitario para niños ricos a la deriva, con la cara trizada por el acné y el pelo lleno de grasa, que quiere ser reportero pero se siente un “indeseado”. El hombre que ve cómo cae la nieve sobre los estados de Virginia y Maryland y recuerda que en una fiesta le dijo a un tipo al que despreciaba que Chile le había quedado chico. El resentido y un tanto paranoico que se fue a vivir a la Patagonia trabajó como guía, se casó y partió a los Estados Unidos con su esposa, hasta que se dio cuenta de que los opuestos se atraen pero no se comprenden, y regresó a Santiago con una certeza: “Nada peor que la gente rica de los países pobres, la gente más sola y desconectada y triste del planeta. Basura latina internacional, atemorizados de sus países de origen”. Es apenas una muestra de algunos de los protagonistas de Cortos (Alfaguara), de Alberto Fuguet, un libro que despliega un universo de historias híbridas –crónicas, cuentos, textos breves y guiones cinematográficos– como si conformaran una novela.
En muchas de las historias de Cortos aparecen mencionadas zonas del país –Posadas, la Patagonia, Córdoba–, que a veces funcionan como espacios de evasión. “No sé si ahora Argentina es un lugar de escape, pero alguna vez lo fue, sin duda”, admite el escritor y cineasta chileno en la entrevista con Página/12. “Quizá hacia el final de la dictadura pinochetista, Argentina se escribía con mayúsculas porque era una especie de referente mítico.”
–En algunos de los relatos aparece cierta molestia con la condición de ser chileno. ¿Sigue siendo un tema que lo incomoda?
–Siempre me he sentido inmigrante en Chile y en las peores etapas del país mi meta principal era ser chileno. Ahora estoy contento, no sé si orgulloso es la palabra, pero para nada incómodo ni avergonzado. Cuando publiqué mi segundo libro, Mala onda, me habían recomendado pasarlo totalmente a lenguaje argentino. Muchos me decían: “Chile es un país de mierda”. Estaba bastante generalizada “la vergüenza de ser chileno”, no de mi parte sino de los editores; había que ser argentino y Argentina tenía una tradición literaria muy importante. Y aunque al principio dudé, decidí ser chileno. En Cortos hay personajes que quieren ser más europeos, a los que les molesta ser latinoamericanos.
–¿Es un complejo generacional de los que tienen cuarenta y pico?
–Generación es una palabra peligrosa..
–¿Le gusta más “grupo etario”?
–Suena mejor, más inteligente. De muy pequeño escuché hablar que “la vida estaba en otra parte”, era un lema que estaba muy de moda por el libro de Milan Kundera, y muchos querían irse por distintos motivos. Pero después las cosas cambiaron. Chile hoy es una fiesta, aunque suene exagerado, no creo que haya un motivo para abandonarlo, a no ser que la razón sea de fuerza mayor. Pero hay latinoamericanos que sienten que la vida está en otra parte, que tienen que irse para triunfar porque se están perdiendo algo.
–¿Cómo explica este complejo de inferioridad?
–Las clases medias y altas tienen pocas raíces y compromisos con sus países de origen. En el libro lo digo claramente: “No hay nada peor que ser gente rica de países pobres”, y como no soy rico ni de un país tan pobre estoy en el límite. Hay gente que es muy trágica, como si fuera un personaje de Scott Fitzgerald; son esos millonarios que están solos en mansiones. Conozco casos de chicos de 15 años que se fueron a estudiar a colegios norteamericanos y me pregunto por qué no hicieron el secundario en sus barrios, como toda persona normal. Y ellos te suelen decir que no vienen de un país normal. Quizá no sea Luxemburgo (risas), es cierto, pero tampoco es tan anormal. Este es un tema que me interesa: la disconformidad de los que nunca encuentran un lugar. La inmigración por motivos extraeconómicos es la peor de las pesadillas.
–¿Buscan un paraíso que no está en ninguna parte?
–Sí, es una inmigración más intelectual y para mí merece ser castigada.
–¿Por qué?
–A lo mejor exagero, no es que merezca ser castigada. Vengo de una familia de emigrantes y siento que se hizo todo mal y que fuimos castigados brutalmente. Mis padres se fueron de Chile por razones que considero incorrectas y el castigo final soy yo. Fui el único escritor de la familia, evidentemente algo se hizo muy mal... (risas).
–¿Habla en serio?
–Sí. Mi familia ni siquiera emigró por cuestiones políticas. Como les fue mal económicamente, en vez de cambiarse de barrio y bajar de pelo, consideraron que era imbancable perder el status, que eso era como la pena máxima; que el chileno que vivía en un barrio más o menos bien, que tenía una empleada doméstica y enviaba a los hijos a un colegio privado tenía que irse a los Estados Unidos porque podían poseer más cosas, como jugueras, lavadoras o televisores a color. Yo la llamo la “emigración de la niña blanca”. Pasé toda mi infancia y preadolescencia en los Estados Unidos y llegué a Chile a los 12, sin saber castellano.
–¿Cómo fue esa experiencia de tratar de insertarse en una cultura sin poder hablar el idioma?
–Fue fuerte y, aunque digo que ya lo superé, creo que me queda un gran trauma que me descoloca, que me deja semiincompleto.
–¿La literatura y el cine le permitieron integrarse?
–Sí, fueron, más que un cable a tierra, al cielo. Los primeros libros que leí no los entendía, me parecía que estaban escritos en un idioma extraño. En Chile se hablaba de una manera en la tele, en las casas, en el colegio, en las calles, y esas diferencias no eran tan radicales en inglés. No era tan distinto cómo hablaba el presidente Nixon y mis vecinos norteamericanos.
–¿Empezó a hablar un castellano que no hablaba nadie?
–Sí, además me hacían leer castellano antiguo, el Mio Cid. Hasta que encontré un libro infantil, Papelucho, una saga chilena, una especie de Harry Potter, de Marcela Paz (Premio Nacional de Literatura 1982). Cuenta la historia de una gran familia disfuncional: la madre no trabaja y nunca está, y al chico, que estoy seguro de que ha sido abusado, lo dejan con el jardinero. Me di cuenta de que no me mentían, de que hablaban con un lenguaje muy parecido al que escuchaba entre mis compañeros de curso. De hecho mi primera novela salió de ese libro: pensé qué hubiera pasado si Papelucho creciera, porque nunca cumplió 10 años. Y así nació Mala onda, cuyo título original era Papelucho jalado (que significa “con mucha merca en la nariz”). Acá sería algo así como Papelucho duro. Para mucha gente era muy fuerte, porque no se lo podían imaginar duro y con 17 años (risas). Después fueron llegando otros autores como Manuel Puig, al que sentía como un par porque ponía elementos de la cultura popular, de la radio, de la televisión, de las revistas y del cine.
–¿De Puig, entonces, le viene cierto gusto por la hibridez?
–Sí, pero supongo que soy medio fronterizo por el asunto del idioma. Mi error biográfico es sólo mío, pero sospecho que hice un esfuerzo muy grande, al principio, para que Chile me aceptara. Y cuando estaba a punto de tirar la esponja, Chile empezó a cambiar hacia mí y poco a poco comencé a sentirme más cómodo.
–John Cheever prefería decir que trabajaba con “materiales familiares” en vez de utilizar lo autobiográfico. ¿Qué clase de materiales hay en Cortos?
–Uno de los temas más personales es lo complicado que es ser del grupo de los perdedores, ser hombre en un momento en que ya se perdió la batalla, en un país como el mío donde la presidenta es mujer.
–Lo van a linchar por lo que acaba de decir.
–¡¡No!!, que la presidenta sea mujer habla muy bien de Chile. Los hombres ya no mandan y Michelle Bachelet ganó porque la votaron también los hombres, no sólo las mujeres. Pero lo cierto es que los hombres estamos perdidos.
–¿Tiene preferencia por los géneros considerados “menores” o “más livianos”, como la crónica, el texto breve, el cuento?
–Me gustan muchísimo, pero no sé si los prefiero. Me encantaría que los géneros cada vez fueran más híbridos y que la gente no les pusiera apellidos como “livianos” o “menores”. Reconozco que estoy leyendo muy pocas novelas. Me estoy cansando un poco de la mentira de la novela.
–¿Por qué?
–Hay mucha metaliteratura en las novelas actuales. El lector se da cuenta de que el escritor está escribiendo para sí, entonces se siente un poco tonto y piensa que se queda al margen. Pero para mí los lectores son cada día más inteligentes, por eso están rechazando las novelas.
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