domingo, agosto 21, 2005

¿Y ahora...

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Claudio Sánchez –ingeniero industrial de la Universidad de Buenos Aires y profesor de física e informática de la Universidad de Flores–

Por Pablo Wainschenker

Dueños de visión infrarroja, brazos nucleares, fuerza titánica y encantos de otro planeta, héroes y heroínas protegen al mundo frente a las amenazas de los villanos y llenan las salas cinematográficas durante las vacaciones. Los superhéroes están en todas partes y parecen ser invencibles, o casi. Al fin y al cabo, estas figuras con rasgos humanos y atributos hiperbolizados son los depositarios de los deseos de una sociedad, elementos nacionales de propaganda, alegría de los niños y pasatiempo (secreto, a veces) de las personas mayores. Pero, ¿qué hay detrás de los megapoderes de Superman, el Hombre Invisible o Flash? ¿Podría la Liga de la Justicia resistir el ataque del rigor científico?

Organizado por el Planetario Galileo Galilei, el pasado martes 16 de agosto se realizó el sexto Café científico del año en La Casona del Teatro (Av. Corrientes 1979). El título de la reunión fue “La Ciencia de los Superhéroes”. Claudio Sánchez –ingeniero industrial de la Universidad de Buenos Aires y profesor de física e informática de la Universidad de Flores– y Leonardo Moledo –editor de Futuro– repasaron las bases y los baches detrás de los más variados personajes, desde Pi Pío hasta Los Increíbles. El próximo Café tendrá lugar en el mismo sitio el martes 20 de septiembre con el tema “Teoría del todo: camino a la unificación final”. La entrada es libre y gratuita.

La osteoporosis de Superman

Claudio Sánchez: Usaremos el comportamiento de los superhéroes como excusa para conocer qué principios físicos hay detrás de un superpoder. Tomemos, por ejemplo, la fuerza sobrenatural de Superman, del Hombre Nuclear o del Increíble Hulk. Uno puede concebir que un organismo sea más fuerte de lo normal, como un elefante es más fuerte que una persona, pero hay sutilezas que invitan a reflexionar hasta qué punto es esto posible. Cuando el Hombre Nuclear levanta un auto, lo puede hacer porque tiene un brazo biónico. Si un gato neumático –que es algo que uno puede sostener en la mano– es capaz de levantar un auto, no debería ser demasiado raro que un brazo ortopédico con un mecanismo similar implantado en el cuerpo sea capaz de esa proeza. El problema es que, tal como se muestra en la serie, el brazo está agarrado a un cuerpo normal. ¿Cómo es que al Hombre Nuclear no se le desengancha el brazo? Podemos imaginar que esto es posible si el hombre nuclear tiene un tronco biónico, o sea, tiene alguna especie de jaula que una sus súper miembros.

En cambio, ¿qué pasa cuando Superman se para en medio de la vía y frena una locomotora con la mano? Por más fuerza que tenga, cuando el tren lo golpee lo va a revolear por el aire. Superman debería poseer, además de fuerza para aguantar el golpe, una masa muy grande. ¿Es Superman más pesado que lo normal? Tenemos que suponer que no, porque si no, la silla que ocupa en el diario El Planeta se rompería cuando él se sienta. Una explicación para la superfuerza de Superman es que el planeta de donde proviene, Krypton, tenía una gravedad mucho mayor que la terrestre. Si suponemos, como se menciona en algún lugar en la historia, que Krypton tenía el tamaño de Júpiter, la gravedad de un planeta así sería aproximadamente 10 veces superior a la de la Tierra. Entonces Superman, acostumbrado a la gravedad de Krypton, podría levantar objetos en la Tierra porque los sentiría diez veces más livianos; le pasaría lo mismo que a los astronautas en la Luna, que pegaban saltos sin esfuerzo porque la gravedad lunar es mucho menor a la terrestre. La respuesta es ingeniosa, pero sin embargo no alcanza. Si uno analiza las historietas encuentra que Superman es más de diez veces más fuerte porque si no, un auto le parecería que pesa cien kilos, demasiado peso. Además hay otro problema: Superman se crió en la Tierra y por lo tanto tiene su cuerpo adaptado a la gravedad terrestre.

El Chapulin Congelado

C. S. (continúa): ¿Qué pasa cuando un superhéroe cambia de tamaño? Recordemos al Chapulín Colorado que se tomaba su pastilla de chiquitolina y se reducía 15 veces respecto del tamaño normal. Ese tema, que es un clásico no solamente de los superhéroes sino también de las películas y la literatura –pensemos en Viaje fantástico o Alicia en el País de las Maravillas–, plantea inconvenientes muy sutiles y muy interesantes. Trataremos de ilustrar esos problemas de la siguiente manera: tomemos por ejemplo un cubo de dos centímetros de lado. Si construimos un segundo cubo de cuatro centímetros de lado podríamos decir que es el doble con respecto al primer cubo. Sin embargo, para formarlo se necesitan ocho cubos de 2 cm de lado, o sea que aunque el segundo cubo mide el doble en cuanto a longitud, en cuanto a volumen y peso es ocho veces más grande. Más aún, si uno observa la superficie lateral del cubo mayor, se verá que hay cuatro de los cubos pequeños, lo que indica que si estamos hablando de superficie, el segundo cubo es cuatro veces más grande que el primero. La “ley cuadrado cúbica” indica que cuando multiplico la altura o la longitud por un factor n, la superficie se multiplica por n al cuadrado y el volumen se multiplica por n al cubo. Uno podría decir que mientras todo sea parejo no debería tener problemas, pero los tiene porque algunas propiedades dependen de la superficie y otras del volumen. Supongamos que construimos una habitación cúbica que adentro tiene una estufa que la mantiene a temperatura adecuada. ¿Qué quiere decir temperatura adecuada? Que el calor que genera la estufa compensa al que se escapa por las paredes. Si construyéramos una segunda habitación cúbica con un volumen ocho veces mayor y con una estufa ocho veces más poderosa podríamos pensar que todo está bien, ya que en la nueva habitación hay ocho veces más aire para calefaccionar que en la primera y su estufa es ocho veces más poderosa. Sin embargo, la habitación mayor se calentará más porque pierde menos calor. Esto lo aplicamos de manera práctica cuando cortamos un churrasco en pedacitos para que se enfríe más rápido. Lo que hacemos es aumentar la superficie a través de la cual se pierde calor. Al achicarse, es al revés. Entonces, cuando el Chapulín se achica, se enfría. Como contrapartida, el Chapulín miniaturizado sería muy ágil y le sobraría fuerza para moverse a sí mismo.

El piano de Gulliver

C. S. (continúa): La ley cuadrado cúbica introduce un montón de problemas cuando un organismo se achica. Con respecto a lo que ocurre en la película Viaje fantástico, les recomiendo que busquen un artículo de Isaac Asimov que está en una recopilación que se llama El electrón es zurdo y otros ensayos científicos. La película tuvo un guionista independiente y Asimov recibió el guión para hacer con eso una novela. El, que era muy obsesivo con la cuestión de respetar las leyes físicas, chocó con una cantidad de dificultades. La reducción microscópica planteada en la película presentaba problemas irresolubles y Asimov los resolvió lo mejor que pudo. Por ejemplo: cuando el organismo se reduce, ¿cómo se achica? Si nos achicamos diez veces, ¿sacamos nueve células de cada diez o reducimos a la décima parte cada célula? Si sacamos nueve células de cada diez, tenemos el problema de que la complejidad del organismo no se respeta, ya que el cerebro no puede seguir funcionando si le quitamos células. Entonces, tenemos que pensar que las células se reducen, pero las células están formadas por átomos y se vuelve a plantear el problema: ¿sacamos nueve átomos de cada diez o reducimos los átomos? Asimov elige esta última opción porque la anterior nos deja con unos cuantos problemas, por ejemplo que si al ADN le sacamos nueve átomos de cada diez, ya no funciona. Ahora bien, una vez que tenemos el organismo reducido con átomos diez veces más chicos que lo normal, ¿cómo respira? Porque para funcionar el organismo necesita átomos de aire que también estén reducidos. Esta cuestión se menciona en la película cuando se aclara que el submarino en el que van los protagonistas tiene un miniaturizador que reduce el aire antes de que los ocupantes lo inhalen. Otra cuestión es el sonido: en un momento de la película se cae una tijera y los protagonistas escuchan el ruido. En realidad, al estar miniaturizados, sus oídos no están adaptados para percibir un sonido de esa longitud de onda. Lo mismo le ocurre a Gulliver en el país de los gigantes, cuando él se entretiene tocando un piano. Si el instrumento es como un piano normal multiplicado por doce, el sonido que emite ese piano es demasiado grave.

Otro caso de superhéroe incompatible con la realidad es Flash. ¿Cómo hace Flash, que en una fracción de segundo va a la velocidad del sonido y en la siguiente se para en seco? Suponemos que él, por más superhéroe que sea, no está libre del principio de inercia, por lo que cuando Flash se detiene, su cerebro sigue moviéndose a la velocidad del sonido y debería estrellarse contra el interior del cráneo.

Invisible y ciego

C. S. (continúa): Como último caso podemos citar a los hombres invisibles, como los que aparecen en la novela de H. G. Wells, en Los cuatro fantásticos y en Los increíbles. Habitualmente se menciona como problema físico involucrado en la invisibilidad, que un ser invisible necesariamente tiene que ser ciego. ¿Por qué uno se lleva por delante una puerta de vidrio? Porque la luz la atraviesa libremente y uno cree que no hay nada, mientras que si la puerta tiene una calcomanía pegada, ese calco intercepta la luz que viene del otro lado y uno puede ver la puerta. Si el hombre fuera perfectamente invisible, es decir que la luz lo atraviesa sin problemas, significa que la luz traspasa también sus ojos y para que uno pueda ver es necesario captar un poco de luz y que el ojo y el cerebro procesen esta información. Lo curioso es que en la novela original de H. G. Wells este problema está planteado. Cuando el protagonista describe el resultado de su experimento, dice que lo primero que hizo fue ir al espejo y dijo: “No vi nada, excepto una pequeña mancha donde debían estar mis ojos”. O sea que el hombre invisible no era completamente invisible: sus ojos eran visibles y esto sugiere que el autor sabía que eso era condición necesaria para que el protagonista no fuera, también, ciego.

Leonardo Moledo: ¿Y qué pasa con la visión de rayos X de Superman?

C. S.: Eso se parece al modelo aristotélico que decía que la luz salía de los ojos e iba hacia los cuerpos, porque uno veía que a Superman le salía algo de los ojos y gracias a eso podía ver a través de paredes y vestidos. En realidad, uno ve al revés, porque algo proviene de los objetos que vemos. Podemos suponer que de alguna zona cercana al ojo –y no del ojo mismo– de este superhéroe salía un rayo X que se reflejaba en el objeto y volvía o algo así.

El cinturón de fantasmas

L. M.: Yo una vez leí una historia muy linda de alguien que se puso a analizar las propiedades físicas de los fantasmas, que no son superhéroes pero casi. Se basaba en dos cosas: que en general estaban confinados en los castillos y que eran capaces de atravesar las paredes. El autor calculaba la longitud de onda cuántica de los fantasmas. Un electrón puede atravesar una pared si su longitud de onda cuántica es suficiente, entonces a partir de la longitud de onda cuántica calculaba la masa de los fantasmas, y la masa era pequeñísima. Así se llegaba a la conclusión de que los fantasmas no eran estables y que el mismo viento solar los arrojaba hasta el “Cinturón de Kuiper”, donde se formaba una especie de Cinturón de Fantasmas alrededor del Sistema Solar.

C. S.: Siguiendo con los fantasmas, a mí me llama la atención que el protagonista de la película Ghost atraviesa las paredes, pero no atraviesa los pisos, sino que usa escaleras para subir y se apoya en los pisos para caminar.

Sobre la capacidad de volar de Superman también sabemos muy poco. Evidentemente no vuela por una cuestión aerodinámica, primero porque puede volar por el espacio, segundo porque él no es aerodinámico ni se impulsa de ninguna manera. Tal vez habría que pensar que Superman tiene la capacidad de actuar sobre los campos gravitatorios, explicación que sería también coherente con el hecho de tener una gran masa que le permita frenar una locomotora con la mano y sentarse en una silla sin romperla. ¿No te convence?

L. M.: No porque nada puede actuar sobre los campos gravitatorios; son como la última ratio del universo.

C. S.: Hay una frase que le atribuye a Asimov aunque él rotundamente la negó: ante la pregunta de cómo es que Superman puede volar a la velocidad de la luz si eso viola la Teoría de la Relatividad, afirma que la Teoría de la Relatividad es sólo una teoría, mientras que el vuelo de Superman es un hecho.

L. M.: Con respecto al aumento de la velocidad: al acercarse a la velocidad de la luz empiezan a notarse los efectos relativistas. Es decir que el reloj de Superman debería tener una discordancia muy grande con el nuestro. ¿Ahí qué pasa?

C. S.: Superman podría hacer un viaje a supervelocidad que durara un rato para él y diez años para los demás. Ya que hablamos de la gravedad, tanto H. G. Wells como Julio Verne inventan una sustancia que controla los campos gravitatorios. En el caso de Wells, en Primeros hombres en la luna, el protagonista inventa una sustancia que es como una pantalla contra la gravedad. Verne tiene un cuento que se llama “Un descubrimiento prodigioso” en el que el protagonista inventa una sustancia que puede repeler la gravedad y con eso hace un barco volador en tiempos anteriores a la aviación. Lewis Carroll también menciona una sustancia opaca a la gravedad al estilo de la de Wells; la sustancia es llamada “el imponderable” y se utiliza para envolver encomiendas. Como los envíos se cobran por peso y las encomiendas envueltas con el imponderable no sólo no pesan sino que flotan, el correo le paga a quien las envía porque reducen la carga útil del resto de las encomiendas.

L. M.: Ahora que lo pienso, sí se puede actuar sobre los campos gravitatorios y de hecho hay una forma sencilla de experimentar uno la sensación de ingravidez, que tiene sus riesgos, pero uno la puede hacer: tomar un ascensor en un piso suficientemente alto y cortar los cables.

La rubia inteligente

Con apenas 21 años, Scarlett Johansson ya es una promesa de diva: comienzos laboriosos, leyendas negras, pequeñas joyas, películas con grandes directores, proyectos que se cuentan entre lo mejor por venir y una manera de actuar que hace de la normalidad una virtud que agradecer. El tiempo dirá, pero, hasta el momento, esto es lo que hay para decir.

Por Rodrigo Fresán
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Los insoportables mohínes de Marilyn Monroe y una tan pegadiza como pegadora canción de Sumo son dos de las principales y más contundentes evidencias que suelen presentarse ante el jurado cuando se trata de probar fehacientemente y condenar a perpetuidad aquello de la taradez de las rubias. Son, también, material un tanto manipulable porque el mundo en general –y Hollywood en particular– está lleno de rubias inteligentes como Marlene Dietrich (patentadora, junto a Greta Garbo, de la ambigüedad sexual como fantasía más o menos inconfesable), Glenn Close (polimorfa y perversa y multiuso funcionando muy bien tanto como cortesana maléfica, posesiva patológica y criminal o abnegada y feminista madre de escritor confundido), Gwyneth Paltrow (actriz mediocre pero muy astuta a la hora de elegir proyectos), Meryl Streep (o la actuación como ciencia exacta), Cameron Diaz (o la bobada muy sonriente como receta para hacerse millonaria), Sharon Stone (quien, no conforme con ser poseedora de un coeficiente intelectual de vértigo, también supo ver cuál era el mejor momento para cruzar y descruzar las piernas después de demasiados años de andar dando vueltas por el cine B). A todas ellas y a muchas más se suma ahora la neoyorquina de casi veintiún años –padre dinamarqués, madre nacida en el Bronx de ascendencia polaca, hermano mellizo tres minutos más joven que ella– Scarlett Johansson.

UNO Y la cuestión con las actrices aparentemente venidas para quedarse no es cuál fue su primera película sino cuándo fue la primera vez que la reconocimos. No hay dificultad alguna a la hora de ubicar el “descubrimiento” Scarlett Johansson: fue en ese dramón zoofílico, El hombre que susurraba a los caballos, que Robert Redford dirigió en 1998 y que le valió a la gran chica un premio Hollywood Report a la Young Star del año por su interpretación de la traumatizada Grace MacLean. Allí, en los títulos, se nos ofrecía un And introducing Scarlett Johansson. Pero no era verdad. Antes de eso había aparecido en siete películas y/o productos como Mi pobre angelito 3; pero a quién le importa eso. Después, productos varios con arañas gigantes o ponerles la voz a dibujos animados; y un papel cortito pero intenso en El hombre que nunca estuvo de los hermanos Coen; un par de actuaciones consagratorias en Ghost World y La joven de la perla y, por encima de todo, su delicada pero fuerte Charlotte en Perdidos en Tokio junto a Bill Murray conformando uno de los grandes tándem románticos de la historia del cine. Dijo Scarlett Johansson: “Esa película cambió toda mi vida. Y que Sofía Coppola pensara en mí fue una cuestión de suerte... Mientras la rodamos todos pensábamos en que nadie iría a verla. Pero Sofía creó y creyó en un proyecto y lo levantó sola. Su perseverancia ha sido un gran ejemplo para mí. Y yo he sido desde siempre una admiradora incondicional de Bill Murray. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que me he sentido inhibida frente a alguien famoso. Conocer a Bill Murray fue una de esas ocasiones”.

El presente es la elegante comedia de Paul Weitz En buena compañía y ese eficaz entretenimiento clónico que es La isla. El futuro parece pertenecerle –la desabrida Kirsten Dunst, la un tanto manoseada Brittany Murphy o la macrocefálica Reese Whiterspoon no son competencia por más que sean rubias– y ya se vienen las dos próximas películas de Woody Allen, la adaptación de La dalia negra de James Ellroy a cargo de Brian De Palma (donde conoció a su actual novio Josh Harnett), la traducción al cine del clásico teatral Panorama desde el puente de Arthur Miller y, rumor cada vez más sólido, el rol de ayudante de arqueólogo aventurero en la inminente y spielberguiana cuarta entrega de Indiana Jones.

Y, claro, pocas cosas germinan mejor y crecen más rápido en Hollywood que las leyendas urbanas de las estrellas en la tierra. Y el metro sesenta y tres de Scarlett Johansson ya se las ha arreglado para contener varios mitos sabrosos que van desde un encuentro sexual con Benicio del Toro en un ascensor de hotel hasta el haber participado de un casting ultrasecreto para ver si se convertía en la futura “mujer de mi vida” de Tom Cruise (de ahí, dicen, su decepción y abandono del rodaje de Misión Imposible 3 para irse a filmar “otra con Woody” cansada de los intentos de Tom por convertirla a la Cientología).

Chismes menos sabrosos se refieren a su compulsión enfermiza por el orden (quienes han estado cerca de ella aseguran que no puede parar de apilar cosas según tamaños y colores), a que no fue aceptada por la Tisch School of Arts, a que le interesan los hombres maduros (en más de una ocasión señaló a David “Baywatch” Hasselhoff como su amor imposible de la adolescencia), al poco aguante físico que tuvo durante las escenas más exigentes de La isla (casi pierde un ojo en una de las vertiginosas persecuciones en esa especie de motocicleta voladora), a que su partenaire Ewan McGregor “es el peor besador con el que me he cruzado frente a una cámara”, y a que es la nueva encarnación de la “actriz con cerebro” combinando en su rostro el aristocrático glamour de la edad dorada del celuloide con la inmaculada frescura de la recién llegada a una fiesta inolvidable.

DOS Y la verdad sea dicha: Scarlett Johansson es una belleza rara, una rubia diferente, un cuerpo que no es el de una sex-symbol (y al que, por algo, se encuadra poco en sus películas) y una joven de atractivos que no son ni fueron los de la típica lolita. Comparar a la primera Scarlett Johansson con la primera Natalie Portman y se entenderá mejor. Ni siquiera esa boca –que por momentos recuerda a los labios de planta carnívora de Angelina Jolie– parece dispuesta a devorarlo todo. Si hay algo que resulta fascinante en Scarlett Johansson es su verosímil normalidad. Más que una actriz adentro de un personaje parece una persona afuera de una actriz. Alguien que –en más de una escena– parece muy lejos de allí, más cerca de la butaca que de la pantalla. El gran riesgo, claro, está en que la novedad se agote, la rareza se vuelva cliché, el original se clone una y otra vez a sí mismo, y que la rubia se nos antoje cada vez más teñida y previsible y desesperada y caída del caballo.

Como Madonna.

sábado, agosto 20, 2005

Cine > El terror ya no es lo que era

No nos une el amor sino el espanto

La llamada, El grito, Agua turbia, Tierra de los muertos, La masacre de Texas, La casa de cera: ¿por qué las películas de terror son todas remakes de películas japonesas o de películas de los ‘70?

Por Mariano Kairuz
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Para quienes quieran recordar los viejos buenos tiempos, el Malba organiza un ciclo con seis películas protagonizadas por Bela Lugosi y Boris Karloff juntos. La programación, en malba.org.ar y en la agenda

Una pregunta más o menos inquietante: ¿cuándo fue la última vez que las películas de terror nos asustaron de verdad? Otra, quizá más inquietante todavía: ¿las últimas películas que verdaderamente nos asustaron, eran películas de terror? Puede que, cuando el género no satisface esa necesidad, su función recaiga en otro tipo de películas: dramas más o menos realistas, ficciones políticas, catástrofes.

Sobre una cosa, al menos, parece haber cierta coincidencia: para fines de los años ’80 ya nadie se asustaba con las enésimas resucitaciones de Michael Myers (el asesino de la saga Noche de brujas), Jason Voorhees (Martes 13) y Freddy Krueger (Pesadilla), y estaba bastante claro que tampoco se lo proponían. Lo último que pretendía el cine de terror de consumo adolescente (es decir, casi todo el cine de terror de la época) era provocar miedo; y los guionistas y directores más avispados reconvirtieron sus series a tiempo, haciendo todo lo posible por inyectarles sentido del humor y autoconciencia, para reinventarlas como parodias de lo que habían empezado siendo. En este sentido, Freddy Krueger les ganó la carrera a sus colegas, que siguieron por años su anodina secuencia de achuramientos de teenagers. Y fue precisamente Wes Craven, el creador de Freddy –y de un par de los títulos “seminales” del cine de terror de los ’70– quien en los ’90, cuando el negocio estaba agotado, reapareció “triunfalmente” con Scream. Pero si bien pareció que esta nueva saga había llegado para revivir el género, lo que hizo en realidad fue terminar de decretar su muerte por la vía de la posmodernidad. Scream era lo que John Carpenter –todo un clasicista en gustos cinematográficos– llamó “la oleada del horror posmoderno”, diseñada para gente que se cree mucho más inteligente que las películas que consume; segura de poder desentrañar los mecanismos que hacían funcionar todo ese trash de la década anterior, de enumerar todas y cada una de sus reglas y de anticipar y desarmar sus trampas.

Sólo cinco años después de la aparición de Scream el cine norteamericano pareció recuperar algo de respeto por el miedo. Entonces llegaron Sexto sentido y El proyecto Blair Witch. Ambas fueron éxitos enormes que se tomaron a pecho la misión de infundir algún temor en el público. Un retorno a los miedos primitivos, a terrores infantiles, se dijo –los fantasmas de quienes no murieron en paz, las brujas que habitan los bosques–, el miedo a la oscuridad; a cosas menos tangibles que un psicópata con un hacha; más interesadas en el suspenso, en la incertidumbre y en muchos casos en supersticiones de la vida cotidiana y leyendas urbanas (en esta exploración, muchas de las nuevas películas fracasaron, pero otras encontraron algo verdaderamente nuevo: en Destino final, la amenaza proviene de los electrodomésticos más comunes; el miedo es el miedo a subirse a un avión que en una de esas estalla en el aire).

Agotadas las diez mil maneras de despanzurrar a un adolescente, Hollywood volvió a concebir el cine de terror como un género que podía venderse a un público adulto y por el que se podían arriesgar, entonces, muchos millones de dólares y hasta firmar contratos con superestrellas. Hay una secuencia que va de cinco, seis años atrás, de films como Sexto sentido, al cine de terror del nuevo milenio, y que pasa obviamente por un caso como el de Los otros, de Alejandro Amenábar, y en el que se puede ver alguna conexión con la ola de remakes occidentales del cine de fantasmas japonés (la última de las cuales es Agua turbia, que se estrena esta semana). La otra vertiente del nuevo terror norteamericano se compone de las remakes y secuelas tardías de hitos del horror de fines de los ’60 y los ’70 (desde El exorcista: el comienzo, hasta La masacre de Texas, pasando por El amanecer de los muertos, la inminente El terror de Amityville y la flamante Tierra de los muertos), que, producidas después del 11-S, se pusieron a tiro para todo tipo de interpretaciones sociológicas y políticas.

70 años de disgustos

Axel Kuschevatzky, creador y director de la revista especializada en terror y ciencia-ficción La Cosa, suscribe, a este respecto, la tesis de lo que los académicos norteamericanos llaman estudios integrados sobre el género; “tesis que tratan de relacionar movimientos de modas y tendencias de consumo con el contexto”. Y menciona dos libros esenciales que examinan el fenómeno desde esta perspectiva: The Monster Show, una historia cultural del horror, de David Skal, y Seeing Is Believing, de Peter Biskind. “Ambos autores trazan ciclos de aparición del terror y la ciencia ficción”, explica Kuschevatzky: “Para Skal, frente a situaciones tales como temores institucionales, una guerra o alguna crisis de gobierno, en un plazo bastante inmediato se da una suerte de boom del cine de terror. Skal identifica el boom de películas de terror de principios de los ’30 de la Universal –con Drácula y Frankenstein– con la Depresión. El principio del segundo boom de la Universal, que fue en 1941, con El lobo humano, protagonizada por Lon Chaney Jr. durante la Segunda Guerra. Con el pico de la Guerra Fría, o sea desde mediados de los años ‘50, aparecen las películas de los monstruos atómicos y reaparece el terror gótico con las películas de la Hammer en Inglaterra, los films de Ricardo Freda y Mario Bava en Italia y las películas basadas en cuentos de Edgar Alan Poe hechas por Roger Corman. La derrota de Vietnam y el Watergate explicarían el boom siguiente, que iría desde El exorcista y todas sus imitaciones y continuaciones hasta La profecía”. ¿Y qué pasó en los ’70, una década tan fecunda en mitos cinematográficos originarios? Hay sucesos aún más específicos que Vietnam, señala Kuschevatzky: “Wes Craven dice que sus films Las colinas de los ojos malditos y más Last House On The Left, vienen a ser algo así como el final del hippismo; reflejan la aparición del Clan Manson: convierten el sueño de volver a lo natural de fines de los ‘60 en una pesadilla. El clan Manson era una versión sanguinaria y perversa de la fantasía de la comuna hippie. Muchas de estas películas giran alrededor de clanes familiares: es el caso de La colina... y el de El loco de la motosierra (primera versión de La masacre de Texas)”. Como estas películas, agrega Kuschevatzky, no se estrenaron en la Argentina en su época debido a la censura, sólo pudimos verlas descontextualizadas, que es un poco el problema al que se enfrentan sus remakes actuales. “Hoy, si bien la remake de Texas Chainsaw Massacre está bien, la idea de una familia de caníbales es mucho menos perturbadora que hace treinta años. Este cine fue absorbido por los estudios, y estas películas que fueron distribuidas originalmente por compañías chiquititas hoy son distribuidas en todo el mundo por grandes corporaciones.”

Como telón de fondo y tiro del final para toda una época, por supuesto, el Watergate: “Es muy significativo el descubrimiento de Nixon como un estafador”, propone Kuschevatzy. “La caída de esa imagen paterna aparece también en los padres de las películas que no logran sostener a sus familias en momentos de tensión como pasaba con el senador en La profecía o con el personaje de James Brolin en Aquí vive el horror”.

Para los ’80, al comienzo de la salvaje era Reagan, corresponde toda la serie de asesinatos de adolescentes mencionada al principio; pero Kuschevatzky rescata otro aporte específico de Skal sobre la década: “Casi a fines de los ’80 hay un nuevo boom vinculado estrictamente con lo físico, con la moda de las cirugías estéticas y con la aparición del sida. Se ejemplifica con películas como La mosca, de Cronenberg, donde el terror tiene una forma física muy concreta –un tipo que tiene una enfermedad por la cual se le caen pedazos del cuerpo–, y con El ansia, donde el vampirismo se transmite a través de la sangre”.

El miedo al miedo

Si las remakes de films de terror de los ’70 quedaron vaciadas respecto de las inquietudes que impulsaron a los films originales y no alcanzan a reflejar el tipo de locura que se respira en los nuevos tiempos, puede que esa función haya recaído en la línea que vincula películas de terror psicológico como Sexto sentido con las remakes de films japoneses de fantasmas. Películas como La llamada y El grito no terminan de occidentalizar la larga tradición de cuentos de fantasmas nipona que dio lugar a Ringu o Ju-on (sus respectivos originales), sino que parecen más bien tomar los elementos de suspenso puro, de terror psicológico, de inquietud y de miedo a lo desconocido. Es que la forma, tan específica, de representar a los espectros en el cine nipón (que proviene en parte del teatro) no termina de cuajar en el cine de terror norteamericano. Al menos esto es más claramente así en la primera de las dos, que fue, sugestivamente, la más exitosa. Podría arriesgarse que la conexión con los públicos occidentales pasa antes que nada por la idea de lo imprevisible, de un círculo infinito de desgracias que caen azarosamente y se reproducen en situaciones y ambientes cotidianos (la videocasetera, el teléfono que suena cargado de malas noticias). El miedo mayor en estas películas parece ser el miedo a vivir aterrorizados.

Pero lo más sugestivo del Hollywood que mira hacia Oriente en busca de nuevos relatos es que todavía no se haya animado a meterse con el otro cine de terror nipón, uno de ribetes apenas fantásticos y con un anclaje bien real, como son las películas de suicidios y masacres adolescentes, al estilo de Batalla real y The Suicide Club. Puede que Elefante, de Gus van Sant, venga a cumplir con esa función en el cine norteamericano, pero todavía la industria parece estar lejos de reconocer que es ahí donde se aloja el verdadero potencial del cine para provocar terror.

De Dracula a Batman

Y si se reconoce que los grandes terrores sociales pueden encontrar canales incluso más aptos que el propio cine de terror –de vuelta: cine de conspiraciones políticas o catástrofes que, a la manera de El día después de mañana, plantean grandes alertas sobre responsabilidades científicas e institucionales–, nada sería más elocuente en este sentido que Batman inicia: una película de terror envasada como cine de superhéroes. El director y coguionista Christopher Nolan decidió apostar a cierto “realismo” (al menos alejado de la artificiosidad de los films anteriores del personaje) y transformar al miedo en la médula de la historia: el miedo es el gran motivador del héroe, el componente principal del arma de sus villanos y el gran desorganizador de la vida urbana; una amenaza permanente. Para bien o para mal, la paranoia desatada por el 11 de septiembre obligó –a público, críticos y cineastas– a resignificar toda la producción del género a la luz (o la oscuridad) del nuevo estado de cosas. Al borde del infarto, mientras los trípodes gigantes vuelan todo en pedazos y asesinan terrícolas sin piedad, la nenita rubia de la Guerra de los mundos le pregunta a papá Tom Cruise: “¿Son los terroristas?”.

Ni hombres lobos, ni monstruos radiactivos, ni familias de caníbales, ni asesinos seriales; nuestros nuevos fantasmas, el verdadero miedo, es el miedo a vivir con miedo sin saber con miedo a qué.

lunes, agosto 15, 2005

Roca’n’roll


POR NIGEL WILLIAMSON

Cuando Frank Zappa la escuchó por primera vez quiso dejar la música. Para Bruce Springsteen, liberó la mente como Elvis había liberado el cuerpo. Y a Lennon y McCartney los estimuló al punto de empujarlos a grabar Rubber Soul. A cuarenta años de la grabación que cambió para siempre el rock, la historia de “Like a Rolling Stone”, lo primero que escribió Bob Dylan el día en que decidió dejar la música.

Hace cuarenta años, Bob Dylan entró al estudio A de Columbia en la 7ª Avenida de Nueva York y grabó la mejor canción en la historia de la música popular.
En las grabaciones originales, al final de la toma cuatro del segundo día –el momento en que lo lograron, y la versión que treinta y cuatro días más tarde sería lanzada como el simple de más larga duración del mundo hasta ese entonces–, se puede escuchar la voz del productor Tom Wilson diciendo: “Para mí eso suena bien”.
Dylan sabía que era más que bueno. Como dijo en una entrevista radial poco después, la canción representaba “una categoría nueva”. “Like a Rolling Stone” desbarató los parámetros de lo que era posible hacer en cuatro versos y un coro, un cambio de paradigma que significó: a) que la composición de canciones jamás volvería a ser la misma; b) que Dylan podía decir sin ironía que “nadie había escrito canciones antes, realmente”.
En seis minutos y seis segundos –o cinco minutos cincuenta y nueve segundos, como afirmó Columbia con la esperanza de que llevarla a menos de seis minutos le garantizaría difusión radial–, Dylan lanzó la Némesis de Tin Pan Alley.
Todos los demás lo sabían, también. En Los Angeles, cuando Frank Zappa escuchó por primera vez “Like a Rolling Stone”, quiso dejar el negocio musical. “Sentí que si esto ganaba, y si lograba lo que se suponía debía lograr, yo no tenía nada más que hacer”, recordó más tarde. En Nueva Jersey, el quinceañero Bruce Springsteen también se dio cuenta claramente de que algo por completo diferente había llegado a la música pop. “Elvis liberó nuestro cuerpo –observó un cuarto de siglo más tarde–, pero Dylan fue un paso más adelante e hizo un disco que liberó nuestra mente.” En Londres, contemplando el Ivor Novello que acababan de ganar por escribir “Can’t Buy Me Love” en un estilo que ahora sonaba pintoresco y anticuado, John Lennon y Paul McCartney escucharon con atención y después elevaron su vara creativa con Rubber Soul.
“Like a Rolling Stone” fue más una revolución que una canción, lo que explica por qué la editorial Faber & Faber publicó Like a Rolling Stone: Bob Dylan at the Crossroads de Greil Marcus. Una rápida investigación revela que es el tercer libro escrito sobre una sola canción (las otras son “Amazing Grace” y “Strange Fruit”, ejemplos que enfatizan la rareza de la nueva distinción).
La respuesta del propio Dylan al 40º aniversario de la más grande de sus canciones ha sido menos entusiasta. La cantó como bis en marzo del 2005 en las primeras fechas de su actual gira por Estados Unidos. Después la reemplazó por “All Along the Watchtower” y, en este momento, la canción reapareció sólo una vez durante un show en Chicago.
Junio de 1965. El astronauta Edgard White acababa de completar la primera caminata espacial de los Estados Unidos, y el ejército norteamericano desplegaba batallones de combate en Vietnam por primera vez, señalizando una escalada en su participación directa en una guerra que, para fines de ese mismo año, tendría a 190 mil soldados en Vietnam.
En algún lugar entre estos dos símbolos gemelos del optimismo de una nueva frontera y la inminente aparición de la desesperación en el sudeste asiático, el 16 de junio en un estudio de Manhattan, Dylan y un puñado de músicos sesionistas –el guitarrista Mike Bloomfield, el baterista Bobby Gregg, el pianista Paul Griffin, el bajista Paul Macho Jr, Al Kooper en órgano y Bruce Langhorne con la pandereta turca gigante que había inspirado recientemente otra gran canción de Dylan, “Mr. Tambourine Man”– hicieron su propia historia.
Dylan y Wilson habían pasado horas frustrantes el día interior con un grupo de músicos apenas diferente; grabaron media docena de tomas poco inspiradas de “Like a Rolling Stone”. También habían intentado versiones de “Phantom Engineer” (más tarde recuperada como “It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry”) y “Sitting on Barbed Wire Fence”; ninguna de estas versiones llegaría a ser parte del disco Highway 61 Revisited.
“Like a Rolling Stone” podría haber tenido el mismo destino. Son reveladoras las diez tomas que pueden encontrarse escondidas en el CD-ROM interactivo del relanzamiento de Highway 61 de 1995. Durante el primer minuto de la primera toma, el primer día, Dylan se detiene para quejarse: “Lo perdimos, amigo”. La siguiente toma encuentra a un exasperado Bloomfield jugando a ser el jefe: “Mi menor bemol suspendida cuarta - mi menor bemol sin la séptima - mi menor bemol suspendida”, les dice. “Así es”, responde Dylan, lo que provoca considerables carcajadas.
Otra toma es destruida casi antes de comenzar por el recargado Hammond del organista Frank Owen, asegurando que no fuera invitado al día siguiente.
También existe la incompleta toma en vals de 3/4 que eventualmente se escuchó en The Bootleg Series: Volumen 1-3 de 1991; Dylan canta “solías divertirte de” en vez de “reírte de”, y colapsa a los dos minutos cuando exclama: “La voz se fue. ¿Querés intentarlo otra vez?”. Aunque fue grabada sólo veinticuatro horas antes, es una canción completamente diferente de la versión definitiva (lenta, melancólica, más parecida a una balada folk que al futuro del rocanrol).
Afortunadamente, lo intentaron otra vez. Al día siguiente, Owen y el guitarrista Al Gorgona se habían ido y entró Al Kooper, de 21 años, cuya presencia fue crucial. Era guitarrista, pero fue invitado por Wilson a que presenciara la grabación porque era fan de Dylan, pero no se lo convocó para tocar en la sesión. Aunque Kooper tenía otras ideas.
“La sesión estaba programada para las dos de la tarde, pero llegué temprano, a la una y veinte, con mi guitarra. Me senté, la enchufé y precalenté”, recuerda. “A las dos menos cuarto, Dylan llegó con Mike Bloomfield, a quien yo no conocía.”
Cuando Kooper escuchó que Bloomfield empezaba a tocar, desenchufó su guitarra y se retiró hacia la consola, consciente de que no podía competir. “Me voló la cabeza, nunca había escuchado a un blanco tocar así”, dijo más tarde.
Los primeros ensayos encontraron al grupo trabajando el sonido que Dylan quería, con Griffin en el Hammond. Después Wilson lo hizo tocar el piano, en busca de una textura más cristalina. Kooper vio la oportunidad y le dijo a Wilson: “Ey, tengo una muy buena parte para este órgano”. El productor no le hizo caso, recordándole que no sabía tocar el órgano. En ese momento Wilson tuvo que irse para atender una llamada telefónica y cuando volvió Kooper estaba sentado al Hammond. “No me dijo que no, así que me arriesgué”, razona hoy.
Es una historia que por largo tiempo ha sido parte del folklore del rocanrol, con la sospecha de que probablemente el relato se fue exagerando durante todos estos años. Excepto porque la evidencia quedó grabada. Cuando Wilson volvió, se lo puede escuchar diciéndole a Kooper en tono sorprendido: “¿Qué estás haciendo ahí?”. Ambos se ríen, Wilson dice, “Bueno, ok”, y le permite a Kooper quedarse mientras la cinta gira para una nueva toma.
Es asombroso porque, aunque no conocía la canción y no tenía gran habilidad con el instrumento, la forma instintiva en que Kooper toca el Hammond inmediatamente aportó el elemento faltante que permitió que todo lo demás cayera en su lugar. Después de una tentativa incompleta y dos falsos comienzos, capturaron la canción en una toma cataclísmica en la que los acordes exultantes de Kooper mantienen la canción a flote durante seis minutos, retirándose en el momento justo para dejar sola a la guitarra de Bloomfield y surgiendo otra vez cuando termina su solo. Mientras tanto, el piano de Griffin gira alrededor de ellos y Dylan entrega su tono ácido, burlón, desdeñoso y amargo que se retuerce y enreda en los recovecos de su boca vengativa con magistral desdén.
El siempre reticente Dylan ha dado, raramente, una descripción detallada de la composición de la canción, que merece ser repetida sólo porque, como suele suceder con él, ofrece tantos interrogantes como respuestas.
Dylan volvió a Estados Unidos el 2 de junio de 1965, después de una triunfal pero emocionalmente agotadora gira por Gran Bretaña (capturada de manera brillante en toda su tensa intensidad en Don’t Look Back). Quemado, cansado, en pésima forma gracias al agotamiento y las drogas, Dylan se retiró a una cabaña en Houston que era propiedad de la madre de Peter Yarrow (de Peter, Paul & Mary).
Su futura esposa Sara Lowndes estaba con él, y Dylan aparentemente le prometió que su relación con Joan Baez estaba terminada (se puede ver el deterioro del romance en Don’t Look Back), tal como su relación con el rock’n’roll. Entonces llegó “Like a Rolling Stone”, no planeada e inicialmente no deseada.
“La escribí después de decidir abandonar todo”, afirmó Dylan en 1966. “Literalmente había dejado de tocar y cantar.” En cambio se encontró “escribiendo esta historia, este largo vómito de veinte páginas, y de ahí saqué ‘Like a Rolling Stone’ y la convertí en un simple”.
Consideraba a la canción como un salto adelante, era evidente. “De pronto me di cuenta de que esto era lo que debía hacer”, dijo poco después del lanzamiento de la canción. “Nadie lo había hecho antes. Mucha gente, cualquiera de hecho, puede escribir muchas de las cosas que yo solía escribir. Yo sólo las escribí primero porque a nadie se le ocurrió hacerlo antes. Pero eso sólo fue porque estaba hambriento. Nunca había encontrado a alguien, o escuchado nada parecido, y escucho mucho...”
En este punto su voz se perdió, como si contemplar el poder de la canción lo abrumara y le robara la capacidad de articular palabra. “No digo que sea mejor que cualquier otra cosa”, resumió. “Digo que ‘Like a Rolling Stone’ es lo que yo debo hacer. Después de escribirla, no me interesó escribir una novela o una pieza teatral. Quiero escribir canciones. Porque era una nueva categoría por completo. Quiero decir, nadie antes había escrito una canción realmente.”
Tenía razón. Lo había insinuado antes en varias canciones de Bringing it All Back Home, lanzado en marzo de ese año. Pero “Like a Rolling Stone” representaba un género nuevo de composición musical, poblado de alusiones surrealistas a personajes como “la señorita Solitaria”, la “puta misteriosa”, y un “Napoleón en harapos”, más referencias indescifrables a un “diplomático en un caballo de cromo” con un “gato siamés”.
Era más Allen Ginsberg que “Going to A Go-Go”, a pesar de que Dylan declarara que Smokey Robinson era uno de los poetas norteamericanos vivos más grandes. Era una canción que creaba su propio mundo misterioso y autosuficiente. Pero aun así era innegablemente rock’n’roll. “Hound Dog” de Elvis encontrándose con “Aullido” de Ginsberg en un feroz grito de genio poético.
Es muy probable que el largo vómito de veinte páginas fuera originalmente parte de Tarántula, la novela a medio terminar en la que había estado trabajando el año anterior. En cambio resultó ser el fin de las pretensiones de Dylan como novelista, y el libro fue dejado de lado. Ya había trascendido la forma y se había dado cuenta de que podía decir más en una canción de cuatro, cinco o seis minutos que en una novela de trescientas páginas.
La teoría de que la letra de “Like a Rolling Stone” podría haber nacido de un pasaje destinado a Tarántula fue acreditada por el propio Dylan cuando la describió como “una cosa rítmica en papel” que nunca había consideradouna canción hasta que “un día me senté al piano con el papel cantando ‘How does it feel’ en un ritmo lento”.
Le contó una historia apenas diferente a Cameron Crowe en las notas para la caja Biograph de 1985; no mencionó el retiro ni las veinte páginas de prosa: “Escribí la canción en una cabaña. Veníamos de Nueva York y yo tenía tres días ahí para completar algunas cosas. Simplemente llegó. Empezó con el riff de ‘La Bamba’...”.
Entonces, ¿el poeta laureado del rock’n’roll fue disuadido de retirarse por un disco de Richie Valens? Ciertamente, si es verdad que pensó en abandonar la música, fue el retiro más corto de la historia, porque trece días después de regresar de Inglaterra estaba de vuelta en el estudio.
En ese tiempo escribió su largo vómito, se sentó al piano, encontró una canción escondida dentro y se la enseñó a Mike Bloomfield.
“Fui a su casa y lo primero que escuché fue ‘Like a Rolling Stone’”, recordaba Bloomfield en 1968. “Quería que comprendiera el concepto de la canción y cómo tocarla. Creí que quería blues, porque es lo que yo hago. Pero dijo: ‘Hombre, no quiero nada de esas cosas estilo BB King’. Así que me desmoralicé. ¿Qué carajo quería? Jugamos con la canción. La toqué como a él le gustaba y dijo que tenía onda.”
Nada de esto, sin embargo, da cuenta de sobre qué trata la canción. Pero incluso aquí Dylan ha sido inusualmente directo sobre sus intenciones, diciendo que la canción salió de “un firme odio dirigido a un punto que era honesto. Al final, no era odio. Fue decirle a alguien algo que no sabía. Venganza. Esa es una palabra mejor. En tu mirada, ves a tu víctima nadando en lava. Colgando de una rama partida. Saltando, pateando el árbol, golpeando un clavo con tu pie. Ver alguien inmerso en el dolor que estaban destinados a encontrar”.
Entonces, ¿qué conjuró esta erupción volcánica de odio o venganza? ¿Y a quién le dirigía Dylan un par de verdades? Hay muchas teorías. ¿La pobre Joan Baez que, como se vio en Don’t Look Back, había sido blanco de desprecio y burla durante la gira por Gran Bretaña? De seguro un blanco demasiado fácil. Baez creía que estaba dirigida a Bobby Neuwirth, uno de los más cercanos aliados de Dylan en ese tour. ¿O era una pieza de auto-análisis inteligentemente disfrazada donde el que necesitaba escuchar algunas cosas que no sabía era el propio Dylan?
En su libro My Back Pages: Classic Bob Dylan 1962-69, el crítico Andy Gill se inclina por la última teoría, apuntando que el apellido de soltera de la madre de Dylan era Stone y que él de hecho había rodado un largo camino desde su casa. Gill argumenta que en el corazón de “Like a Rolling Stone” se habla de lo siguiente: “Realmente, para conocerse a uno mismo y encontrar plenitud, es necesario enfrentarse al mundo solo, amoldar el futuro y la propia filosofía desde la experiencia propia, sin la comodidad de los favores o los padrinazgos. En cambio, uno debe lanzarse lejos de la orilla y adentrarse en aguas desconocidas sin dirección de vuelta a casa”.
Es una interpretación que encuentra eco en Jan Wenner, cuya revista Rolling Stone eligió a “Like a Rolling Stone” como la mejor canción del mundo en una lista de 500. “Sos invisible, no tenés secretos..., eso es tan liberador”, le dijo a Greil Marcus para su nuevo libro. “Ya no le temés a nada. Es inútil ocultar toda esa mierda. Sos un hombre libre.” En esta lectura, la mueca desdeñosa y triunfalista de Dylan se transforma en un revelador –y liberador– instante de autoconocimiento.
Pero, por supuesto, “Like a Rolling Stone” es la mejor canción de todos los tiempos por la interpretación. Como ha señalado el compositor Michael Pisaro, la voz de Dylan es distintiva, sabedora, y su interpretación tan convincente que los niveles de significado serían igual de evidentes si Dylan “estuviera cantando en antiguo griego o ruso contemporáneo”. Al final de su libro, Greil Marcus recuerda que aunque “Like a Rolling Stone” fue un triunfo del oficio, la voluntad, la inspiración y la determinación, lo genial de la versión que conocemos es que de hecho también fue un accidente.
Desde el primer golpe de tambor similar a un disparo de Bobby Gregg hasta la armónica que se desvanece al final, la toma editada fue algo único que no podía volver a repetirse. Dylan y sus músicos intentaron una docena de tomas más, pero ninguna recapturó el espíritu de ese momento único. Y por eso, en última instancia, “Like a Rolling Stone” es más un evento que una pieza de música pop. Por definición, un evento es algo que sólo puede ocurrir una vez. Lo glorioso es que sucede una y otra vez cada vez que escuchamos la canción.