domingo, agosto 21, 2005

La rubia inteligente

Con apenas 21 años, Scarlett Johansson ya es una promesa de diva: comienzos laboriosos, leyendas negras, pequeñas joyas, películas con grandes directores, proyectos que se cuentan entre lo mejor por venir y una manera de actuar que hace de la normalidad una virtud que agradecer. El tiempo dirá, pero, hasta el momento, esto es lo que hay para decir.

Por Rodrigo Fresán
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Los insoportables mohínes de Marilyn Monroe y una tan pegadiza como pegadora canción de Sumo son dos de las principales y más contundentes evidencias que suelen presentarse ante el jurado cuando se trata de probar fehacientemente y condenar a perpetuidad aquello de la taradez de las rubias. Son, también, material un tanto manipulable porque el mundo en general –y Hollywood en particular– está lleno de rubias inteligentes como Marlene Dietrich (patentadora, junto a Greta Garbo, de la ambigüedad sexual como fantasía más o menos inconfesable), Glenn Close (polimorfa y perversa y multiuso funcionando muy bien tanto como cortesana maléfica, posesiva patológica y criminal o abnegada y feminista madre de escritor confundido), Gwyneth Paltrow (actriz mediocre pero muy astuta a la hora de elegir proyectos), Meryl Streep (o la actuación como ciencia exacta), Cameron Diaz (o la bobada muy sonriente como receta para hacerse millonaria), Sharon Stone (quien, no conforme con ser poseedora de un coeficiente intelectual de vértigo, también supo ver cuál era el mejor momento para cruzar y descruzar las piernas después de demasiados años de andar dando vueltas por el cine B). A todas ellas y a muchas más se suma ahora la neoyorquina de casi veintiún años –padre dinamarqués, madre nacida en el Bronx de ascendencia polaca, hermano mellizo tres minutos más joven que ella– Scarlett Johansson.

UNO Y la cuestión con las actrices aparentemente venidas para quedarse no es cuál fue su primera película sino cuándo fue la primera vez que la reconocimos. No hay dificultad alguna a la hora de ubicar el “descubrimiento” Scarlett Johansson: fue en ese dramón zoofílico, El hombre que susurraba a los caballos, que Robert Redford dirigió en 1998 y que le valió a la gran chica un premio Hollywood Report a la Young Star del año por su interpretación de la traumatizada Grace MacLean. Allí, en los títulos, se nos ofrecía un And introducing Scarlett Johansson. Pero no era verdad. Antes de eso había aparecido en siete películas y/o productos como Mi pobre angelito 3; pero a quién le importa eso. Después, productos varios con arañas gigantes o ponerles la voz a dibujos animados; y un papel cortito pero intenso en El hombre que nunca estuvo de los hermanos Coen; un par de actuaciones consagratorias en Ghost World y La joven de la perla y, por encima de todo, su delicada pero fuerte Charlotte en Perdidos en Tokio junto a Bill Murray conformando uno de los grandes tándem románticos de la historia del cine. Dijo Scarlett Johansson: “Esa película cambió toda mi vida. Y que Sofía Coppola pensara en mí fue una cuestión de suerte... Mientras la rodamos todos pensábamos en que nadie iría a verla. Pero Sofía creó y creyó en un proyecto y lo levantó sola. Su perseverancia ha sido un gran ejemplo para mí. Y yo he sido desde siempre una admiradora incondicional de Bill Murray. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que me he sentido inhibida frente a alguien famoso. Conocer a Bill Murray fue una de esas ocasiones”.

El presente es la elegante comedia de Paul Weitz En buena compañía y ese eficaz entretenimiento clónico que es La isla. El futuro parece pertenecerle –la desabrida Kirsten Dunst, la un tanto manoseada Brittany Murphy o la macrocefálica Reese Whiterspoon no son competencia por más que sean rubias– y ya se vienen las dos próximas películas de Woody Allen, la adaptación de La dalia negra de James Ellroy a cargo de Brian De Palma (donde conoció a su actual novio Josh Harnett), la traducción al cine del clásico teatral Panorama desde el puente de Arthur Miller y, rumor cada vez más sólido, el rol de ayudante de arqueólogo aventurero en la inminente y spielberguiana cuarta entrega de Indiana Jones.

Y, claro, pocas cosas germinan mejor y crecen más rápido en Hollywood que las leyendas urbanas de las estrellas en la tierra. Y el metro sesenta y tres de Scarlett Johansson ya se las ha arreglado para contener varios mitos sabrosos que van desde un encuentro sexual con Benicio del Toro en un ascensor de hotel hasta el haber participado de un casting ultrasecreto para ver si se convertía en la futura “mujer de mi vida” de Tom Cruise (de ahí, dicen, su decepción y abandono del rodaje de Misión Imposible 3 para irse a filmar “otra con Woody” cansada de los intentos de Tom por convertirla a la Cientología).

Chismes menos sabrosos se refieren a su compulsión enfermiza por el orden (quienes han estado cerca de ella aseguran que no puede parar de apilar cosas según tamaños y colores), a que no fue aceptada por la Tisch School of Arts, a que le interesan los hombres maduros (en más de una ocasión señaló a David “Baywatch” Hasselhoff como su amor imposible de la adolescencia), al poco aguante físico que tuvo durante las escenas más exigentes de La isla (casi pierde un ojo en una de las vertiginosas persecuciones en esa especie de motocicleta voladora), a que su partenaire Ewan McGregor “es el peor besador con el que me he cruzado frente a una cámara”, y a que es la nueva encarnación de la “actriz con cerebro” combinando en su rostro el aristocrático glamour de la edad dorada del celuloide con la inmaculada frescura de la recién llegada a una fiesta inolvidable.

DOS Y la verdad sea dicha: Scarlett Johansson es una belleza rara, una rubia diferente, un cuerpo que no es el de una sex-symbol (y al que, por algo, se encuadra poco en sus películas) y una joven de atractivos que no son ni fueron los de la típica lolita. Comparar a la primera Scarlett Johansson con la primera Natalie Portman y se entenderá mejor. Ni siquiera esa boca –que por momentos recuerda a los labios de planta carnívora de Angelina Jolie– parece dispuesta a devorarlo todo. Si hay algo que resulta fascinante en Scarlett Johansson es su verosímil normalidad. Más que una actriz adentro de un personaje parece una persona afuera de una actriz. Alguien que –en más de una escena– parece muy lejos de allí, más cerca de la butaca que de la pantalla. El gran riesgo, claro, está en que la novedad se agote, la rareza se vuelva cliché, el original se clone una y otra vez a sí mismo, y que la rubia se nos antoje cada vez más teñida y previsible y desesperada y caída del caballo.

Como Madonna.

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